Esto se tiene que acabar
Por Amaia Urkiza
Hemos aprendido a rechazar lo que incomoda.
A hacer como si no pasara nada.
A enterrar lo que duele.
A tapar lo que no sabemos cómo sostener.
Y muchas veces, lo que nos incomoda… somos nosotras/os mismas/os.
En nuestras formas más frágiles.
Con miedo.
Con torpeza.
Con esa parte que no sabe, que se bloquea, que necesita ayuda y no sabe cómo pedirla.
Pero en lugar de darnos espacio, de ser compasivas…
nos tratamos mal.
Nos exigimos más y más y más…
Nos hablamos con dureza.
Y nos volvemos enemigas/os de nuestra propia humanidad.
Y claro… si nos tratamos así a nosotras/os,
¿cómo vamos a tratar mejor a otros?
Eso… es imposible.
Esto se tiene que acabar.
Se tiene que acabar la guerra interna.
El castigo silencioso.
La voz que repite que no vales, que no puedes, que deberías hacerlo mejor.
Porque nadie florece bajo el látigo.
Y porque no vinimos aquí a sobrevivirnos.
Vinimos a vivirnos.
Con todo.
Con lo que gusta y con lo que cuesta.
Con lo claro y con lo roto.
Hoy quiero decirlo en voz alta:
basta de pelear con nosotras mismas/os y echar la culpa afuera.
Basta de creer que sanar es corregirse.
Sanar es aprender a mirarte con amor cuando no sabes cómo seguir.
Es dejar de exigirte que te guste todo de ti para poder respetarte.
Es hablarte como hablarías a una niña asustada que solo necesita un abrazo.
Eso es lo que transforma.
Eso es lo que calma de verdad.
Eso es lo que, poco a poco,
cambia el mundo.
Eso es amor propio
¿Y cómo se consigue amarse?
No es teoría.
No es decirte frases bonitas frente al espejo.
No es convencerte de que vales.
Es algo mucho más profundo y, a la vez, mucho más sencillo:
amarse es permitirse ser.
¿Y qué es permitirse ser?
Es dejar de exigirte ser distinta.
Es dejar de corregirte todo el tiempo.
Es darte el permiso real de sentir lo que hay en ti… aunque no te guste.
Es darte espacio. Dejar de pelear contigo.
Sentir lo que hay en ti, en ti primero.
Antes de entenderlo.
Antes de cambiarlo.
Antes de analizarlo.
Ahí empieza todo.
Porque cuando te permites sentir, estás dejando de rechazar.
Y lo que se rechaza, se queda.
Pero lo que se permite, se transforma.
¿Cómo se hace, entonces, de forma práctica?
-
Para un momento.
Detente. Cierra los ojos si puedes. Haz silencio. -
Lleva la atención al cuerpo.
¿Dónde sientes incomodidad? ¿Qué parte se tensa? ¿Dónde duele? -
Nombra la emoción sin juicio.
“Siento tristeza aquí.”
“Hay rabia en mi pecho.”
“Siento miedo en el estómago.” -
No la analices. No la empujes. Solo siéntela.
Déjala estar.
Respira con ella.
Acompáñala como si fuera una ola. Permite las sensaciones físicas, esas sensaciones incomodas estar ahí, si las rechazas se quedan contenidas, para liberar solo puedes sentirlas, sin juicio, sin huir, permaneciendo con lo que hay y de forma casi magica ese irán, porque son como una ola que alcanza su máxima intensidad y si la acompañas con calma te deja en la orilla.
No estás haciendo nada mal permitiendo esas sensaciones físicas incomodas tuyas estar ahí. Estás sintiendo algo que forma parte de ti aunque no te guste. -
Permanece. No huyas.
Quédate unos minutos. A veces duele. A veces arde. A veces se ablanda.
No importa el resultado. Lo importante es que no te abandonaste.
Eso es amar.
Eso es amarte, no abandonarte.
No solo amarte en el momento en que ya estás bien,
sino en el momento en que estás mal y eliges no soltarte.
Las emociones son cargas físicas. Se sienten en el cuerpo.
Y cuando las resistimos, nos tensamos, nos encerramos, nos bloqueamos.
Vivimos cargando eso que no sabemos liberar.
Y repetimos el ciclo, porque se quedan contenidas en el cuerpo detonandose una y otra vez ante los estímulos que las activan. Una y otra vez intentan no ser rechazadas, y en esa lucha interna sufrimos y enfermamos.
Pero eso se puede acabar.
Eso se acaba cuando eliges sentir en lugar de huir.
No necesitas gustarte para empezar a amarte.
No necesitas entenderte del todo para darte permiso.
Solo necesitas pararte contigo, aunque sea un ratito.
Y dejar de tratarte como un problema.
Permítete sentir.
Ahí empieza el amor verdadero.
El que no pide condiciones.
El que no espera a que seas otra.
Las emociones no sentidas no desaparecen.
El cuerpo las guarda.
Las guarda en forma de tensión, de nudos, de cansancio, de bloqueos, de enfermedades que no entendemos.
Porque una emoción que no se siente hasta el final… se queda esperando.
Y espera, y espera… hasta que le demos espacio para salir.
¿Por qué las reprimimos?
Porque alguna vez, en algún momento de nuestra historia, sentir fue peligroso o nos dio miedo.
Porque alguien nos hizo daño.
Porque no nos sostuvieron.
Porque aprendimos que llorar era ser débiles, que enfadarse era ser malas personas, que tener miedo era un defecto.
Y entonces, para sobrevivir, nos tragamos lo que sentíamos.
Para que no nos rechazaran.
Para no ser juzgadas.
Para encajar.
Y eso no fue un fallo. Fue un mecanismo de protección.
Lo hicimos porque no sabíamos hacerlo de otra forma.
Pero ahora que lo vemos…
ahora que ya no somos aquella niña indefensa…
podemos elegir otra cosa.
Podemos dejar de acumular.
Podemos aprender a soltar.
Y soltar no es “superarlo”. No es “olvidarlo”. Soltar no es soltárselo a otro, soltar es permitirse sentir en uno mismo para liberar.
Soltar es permitir de forma consciente, que eso que quedó atrapado en el cuerpo… se sienta, se exprese, se libere, no huyendo, evitando, sino sosteniendo en uno/a mismo/a.
Y eso no ocurre en la mente.
Ocurre en el cuerpo.
En la respiración.
En la quietud.
En el llanto de liberación que por fin dejamos salir.
En el temblor que ya no contenemos.
En el suspiro que al fin nos atraviesa.
Ahí empieza la sanación.
No en el entendimiento intelectual.
Sino en la experiencia directa de sentir lo que no pudimos sentir en su momento.
Y sí, puede que duela.
Pero más duele seguir viviendo anestesiadas/os, tensas/os, fragmentadas/os, contenidos/as
Más duele no sentir nada.
Un ejemplo real: el enfado
Enfadarse es una emoción natural.
No es buena ni mala.
Es una señal. Un fuego interno que aparece cuando sentimos que algo nos duele, nos desborda, nos traspasa un límite, va en contra de nuestros valores.
El enfado nos da fuerza, nos activa, nos muestra que algo necesita ser atendido.
Pero aquí viene la confusión:
-
Sentir enfado no es lo mismo que atacar.
Sentirlo es reconocerlo: “Estoy enfadada. Siento calor, tensión en el pecho, ganas de gritar.” -
Increpar al otro, culparle, soltar la rabia sin conciencia… no es sentir, es reaccionar.
Y muchas veces, esa reacción nace justo porque no hemos permitido sentir el enfado de forma consciente.
Entonces… explotamos. O lo tragamos. -
Y contener el enfado en el cuerpo tampoco es solución.
Porque lo que no se expresa de forma consciente… se queda como tensión en los músculos, como dolor en el estómago, como cierre en la garganta.
Nos vuelve irritables, tristes, ansiosas. Y ni siquiera sabemos por qué.
Entonces, ¿qué es permitirse sentir ese enfado?
Es darte un espacio donde puedas sentir la emoción sin hacer daño a nadie ni a ti misma.
Es parar, respirar, y notar cómo te atraviesa, sentir todas las sensaciones corporales que trae consigo esa emoción para que se disuelva de forma natural sin romper su proceso.
Quizás necesitas golpear un cojín, escribirlo todo en un papel, mover el cuerpo, bailar, llorar de forma consciente esa es la clave, no para huir ni evitar sino para habitar.
Pero desde la consciencia desde PARAR y atender tu verdad, que no es otra cosa mas que dar luz lo que estas sintiendo en ti.
Desde el amor hacia ti.
No desde la descarga descontrolada, ni desde la represión.
Eso es lo que estamos recordando:
que las emociones difíciles no son el problema.
El problema es no saber habitarlas.
Y eso se aprende.
Se aprende practicando, sintiendo, volviendo una y otra vez al cuerpo
Así que sí: puede ser que tengas emociones contenidas de tu pasado.
Y puede ser que estés lista para soltarlas.
No porque ya no duelan.
Sino porque ya no necesitas seguir cargándolas.
Tu cuerpo te lo agradecerá.
Tu alma también.
Date verdad, da espacio a lo que sientes.